Nueva novela — El cazador de silencios

 Muy buenas, blogonautas y feliz 2021.


Lo sé, ya es Marzo, pero es que no he tenido mucho que contar hasta ahora. He comenzado a escribir una novela. Espero que sea corta, porque este año mi prioridad es acabar la segunda parte de Fuego y Ceniza, la historia de fantasía épica que tanto disfruté escribiendo y que se merece un final en condiciones en forma de segunda y, creo, última parte. Antes, eso sí, esta historia de fantasmas, vampiros y demonios donde un cazador, Robert Hunt, al más puro estilo John Constantine, no tendrá más remedio que enfrentarse a ellos y darles caza. Es una novelita light, sin muchas pretensiones, casi un ejercicio para desoxidarme y disfrutar escribiendo antes de ponerme más serio. Calculo que estará entre las 25—40k palabras e irá directamente a Amazon.

Como ya he hecho con anterioridad, la iré subiendo al blog hasta que esté casi terminada, por si alguien se anima a leerla y me echa una mano pillando los posibles fallos. Sin más, os dejo con el primer capítulo de El cazador de silencios.


1


La mañana es fría y desapacible. El cielo está asediado por nubes grises que amenazan tormenta. De un momento a otro, comenzará a llover. Robert Hunt está de pie, con las manos en los bolsillos de la gabardina, mascando tabaco indio de importación. Mira con ojos cansados, apenas abiertos, a dos lápidas muy juntas. El aire huele a hierba fresca, a naturaleza. Si se ignoran las tumbas, que se esparcen como fichas de dominó sin orden ni concierto por todas partes, el cementerio de Highgate es un bosque de una belleza incalculable. Los pájaros cantan, en una tonalidad armónica, una melodía que honra de forma constante a los muertos. A Robert le gusta estar allí. El camposanto, tan amplio que rara es la vez en la que se cruza con alguien, le transmite la paz y el sosiego necesarios para no darse por vencido y cortarse de una vez las venas, a pesar de que, como muy bien sabe, aquello le condenaría a una eternidad de sufrimiento y tortura entre las llamas del infierno. «Apuesto a que os morís de ganas de tenerme por allí abajo», dice mientras patea el suelo como si llamase a una puerta imaginaria. Sonríe con amargura. Después suspira, cierra los ojos del todo y se da la vuelta, camino de la entrada. 

A lo lejos, aprecia la silueta de una niña con un vestido negro de volantes y labios pintados de azul. Tiene una rosa negra entre la manos. Mueve los labios aunque, desde aquella distancia, Robert Hunt es incapaz de descifrar las palabras. Está de pie, estirada como un palo, frente a una estatua que representa a un ángel caído. «Supongo que los padres estarán cerca o, quizá, sea a ellos a quien esté honrando». Chasquea la lengua, disgustado. Dios tiene un macabro sentido de la responsabilidad. Camina despacio, con la parsimonia de quien no quiere marcharse pero, sin embargo, no tiene más remedio. Árboles altos y retorcidos, algunos frondosos y exuberantes, otros secos y tan muertos como los huéspedes del lugar, lo acompañan en su deambular. También ardillas, insectos, escarabajos y gatos. No tarda en alcanzar la caseta de pago e información y la puerta enrejada que lo devolverá al mundo civilizado, a aquella mañana gris, tan londinense, del nueve de noviembre de mil novecientos ochenta y nueve. Antes de llegar a la diminuta edificación, escupe el tabaco sobre un arbusto cuyo ramaje, semejante a brazos de color verde, abraza a una lápida desgastada por las lluvias y los años en cuya superficie ya no se aprecia el nombre de su inquilino, borrado para siempre de la memoria y la historia.

—Robert, ¿ya te marchas? —pregunta David Sargeant, el cuidador del cementerio, como él mismo se define, con un marcado acento irlandés.

Está sentado en el interior de la garita, fumando en pipa. A pesar del ambiente frío, el celador va en mangas de camisa. Blanca, impoluta. También los pantalones marrones de pana están muy bien planchados, sin una sola arruga. Los zapatos son negros, relucientes. Lleva una boina calada de color marrón, a juego con los pantalones. Rondará los sesenta. El pelo canoso, abundante. Un rostro sereno, a medio cubrir por una barba larga pero muy poco espesa, como si la calvicie que no le había afectado a la cabeza hubiese atacado con fiereza a un enemigo tan poco habitual. 

—Sí, por desgracia tengo cosas que hacer. Si no, ya sabes que me pasaría aquí el día entero —responde Hunt, escueto como siempre, mientras se masajea las cejas, un gesto muy característico en él.

El guardián pone los ojos en blanco, asiente.

—Ya. El mundo sigue su ritmo y no nos queda otra que acostumbrarnos. Sin embargo, no diré que te envidio. Si he de serte sincero, prefiero el silencio de los muertos. Ellos no se quejan ni te desvelan por las noches. —Guarda silencio unos segundos, da una chupada a la pipa, se despide—: En fin, Robert, vuelve cuando quieras. Mañana, como siempre, les llevaré flores a su mujer y su hija.

—Nos vemos pronto, David. Gracias.

Robert Hunt se toca el sombrero borsalino como despedida y, todavía con las manos en los bolsillos, sale a la calle, a la empinada cuesta que lo llevará al Village. Una pareja de ancianos camina por la acera de enfrente, agarrados entre sí y manteniendo una conversación en susurros. De fondo, el ruido de la ciudad. Rodaje de coches y autobuses, gritos. Al final de la cuesta, aparcado sobre la acera, su viejo Buick Regal del setenta y cinco. Negro metalizado, con capota terminada en un blanco mate. Largo, muy largo, demasiado para el estilo inglés, pero muy del gusto americano, tan propio de su añorada Alabama. Hace demasiados años que no pisa suelo estadounidense y, a veces, la nostalgia y la morriña regresan como un derechazo al mentón. Cuando llega hasta el coche, dos críos lo están observando entusiasmados, sonrientes, mientras toman fotografías con una Polaroid. El coche suele provocar estas reacciones, sobre todo entre los más jóvenes y a Robert no le importa lo más mínimo, siempre y cuando respeten el vehículo. Por suerte, nunca ha tenido que lidiar con actos de vandalismo de este tipo.

Con la mirada perdida en el horizonte, Robert saca las llaves del bolsillo trasero del pantalón vaquero y se apoya sobre la capota cerrada del Buick. Los chicos saludan a Hunt con un gesto de cuello y se largan de allí a todo correr. Hunt se permite sonreír. Una lluvia fina e impertinente ha comenzado a caer ya con desgana, sin motivación aparente. «Es hora de volver a casa». Luego, se mete en el coche, se quita el sombrero y la gabardina, lanza ambos a los asientos traseros, gira la llave y pone en marcha el motor, que ruge con fuerza, desatado. La potencia del Buick capta la atención de varios transeúntes, quienes le dedican miradas varias que van desde el enojo a la admiración o la envidia. Antes de partir echa un último vistazo a las carreteras estrechas, empinadas, bordeadas por casas victorianas y tiendas de diverso tipo: de ropa, cafés, supermercados. Cerca, una librería; algo más lejos, un colegio. Mete primera y arranca chirriando rueda. Enfila el camino en dirección a East Finchley, donde tiene su residencia, un piso de una habitación en la tercera planta de un bloque de pisos sin personalidad. 

Antes de abandonar Highgate Village, Hunt clava los ojos en el espejo interior del automóvil. La figura de una atractiva mujer rubia embutida en un abrigo rojo que se descuelga hasta debajo de las rodillas se dibuja en la superficie acristalada. Ella lo mira, distante pero amenazadora y desafiante al mismo tiempo y Robert Hunt, al encontrar aquella mirada, nota cómo se le sube el corazón a la garganta. Los ojos de la mujer son negros como el corazón de Robert, ése que ya no late en el interior de su pecho. Un negro demasiado oscuro para ser natural y que ha visto tantas y tantas veces en el otro lado del espejo. «Qué coño, eso es imposible. Ellos no pueden estar aquí, son incapaces de cruzar a este lado», piensa, aturdido y asustado. 

Cuando vuelve a mirar, la mujer ha desaparecido. 

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