Novela por capítulos - La ciudad en las estrellas

Buenas tardes, blogonautas.

Veamos... Estoy escribiendo una novela. Apenas llevo mil palabras escritas, pero me he propuesto, sobre todo para motivarme, colgar los capítulos en el blog. No sé si los leerá alguien, pero, oye, al menos le doy utilidad y me obligo en cierta forma a escribir.

Por otro lado, Silencio Estelar está acabada. Tarde o temprano la acabaré publicando, pero, supongo, que tampoco corre demasiado prisa. Cuando crea que es el momento adecuado, iré con ella. De todos modos, no he venido aquí a hablar de mi libro. No de ése, al menos.

La nueva obra, titulada por ahora La ciudad en las estrellas, cuenta una historia de terror y misterio inspirada en los cuentos de Lovecraft y en elementos de la saga de juegos Silent Hill. Tiene un poco de todos y nada de ninguno, como suelo decir. Pero, bueno, que hace tiempo (siempre lo he hecho en realidad) que escribo lo que me satisface escribir, sin mayores miras que pasármelo bien relatando historias. El caso es que, a veces, esas historias gustan a la gente. Qué cosas.

En fin, lo dicho. Aquí empieza el viaje, que durará lo que tenga que durar. Para mi defensa diré que son textos sin corregir en condiciones, casi puros. De mi cabeza al folio en blanco. Habrá fallos, lo sé. Espero que podáis perdonármelos.

Sin más dilación, con ustedes, La ciudad en las estrellas.


1


–Hábleme de sus sueños, Itzan.
El reloj de carillón marca las tres y treinta y tres minutos de la tarde. Las ventanas están abiertas de par en par y, a través de ellas, se puede apreciar un paisaje urbano. Coches circulando en todas direcciones y transeúntes solitarios con las miradas fijas en el pavimento. De fuera, entra el sonido del canto de los pájaros y del runrún propio del barullo de una gran ciudad.
–Es el mismo sueño una y otra vez, doctor. Se repite, casi cada noche. Hay temporadas que desaparece, que me deja en paz, pero al final acaba regresando. La ciudad neblinosa donde llueve ceniza. Su cielo plomizo y su ambiente enrarecido. Los edificios sucios, a medio derruir. Las calles vacías y aquel extraño sonido, como de fruición. En la ensoñación, paseo sin rumbo por sus avenidas durante lo que parecen horas. No me encuentro con nadie. A mi alrededor, sólo el molesto ruido y la soledad más absoluta. Me cuesta respirar, noto la ceniza ensuciando mis pulmones. Sin embargo, no sé muy bien por qué, decido avanzar, seguir caminando. En un momento concreto del sueño, siempre en el mismo punto, llego hasta lo que parece un callejón sin salida. Respiro hondo, hago visera con las manos para apreciar mejor el fondo y cubrirme de los copos de ceniza y veo que, allí, sentada en una mecedora hecha de alambre de espino está mi mujer, con mi hija a sus pies. Puedo verlas bien porque mi esposa, en una de las manos, tiene una vela encendida. La llama, rojiza, potente, es suficiente para apreciar los detalles y asegurarme de que son ellas. Es entonces cuando el ruido de fruición desaparece y se transforma en palabras. En palabras que no han surgido de sus labios, pero que llegan hasta mi mente de todas formas. Me piden al unísono que me reúna con ellas, que volvamos a ser una familia feliz. Cuando lo intento, incluso comienzo a correr, se abre un enorme agujero negro entre ellas y yo y, sin poder evitarlo, tropiezo y caigo dentro de él… Después, despierto.
El doctor ha estado anotando como un poseso en un cuaderno durante la narración del sueño. Es un tipo orondo de barriga prominente y escaso pelo repeinado hacia atrás con destreza, de forma que las calvas queden ocultas. Tiene un tono de piel insano, amarillento, los ojos pequeños y muy juntos, la nariz arrugada y las orejas grandes, agujereadas, pero sin pendientes. Viste camisa azul marino, chinos color caqui y zapatos negros, desgastados. Un psiquiatra barato que no se molesta en aparentar que no lo es. Su nombre es Roberto. De todos modos, Itzan no eligió al médico por su vestimenta o su reputación, lo hizo porque era el único que se ajustaba a su presupuesto y porque la primera vez que puso un pie en su consulta quedó maravillado con el olor a vainilla del ambiente. No importa que las ventanas estén abiertas o el día de la semana en que vaya, el despacho siempre está impregnado de ese olor maravilloso.
–¿Por qué cree que sueña con una ciudad neblinosa donde llueve ceniza? –pregunta Roberto con su voz seca, ronca, de fumador empedernido.
Tumbado sobre un sillón de cuero negro, Itzan cierra los ojos y se permite disfrutar de un segundo de reflexión, de paz. Incluso los pájaros, los coches y las voces sin nombre se han acallado. A su alrededor sólo percibe el imparable discurrir de las agujas del reloj y su melódico tictac.
–No lo sé, doctor –responde con honestidad tras dejar escapar el aire de los pulmones y abrir muchos los ojos. La melodía desacompasada propia de la ciudad regresa–. Puede ser una metáfora, ¿no cree? De la falta de luz en mi vida desde que mi mujer e hija desaparecieran sin dejar rastro. Le he dado muchas vueltas y tengo un millón de teorías, pero no logro comprender porque es siempre el mismo sueño. A veces siento que es una llamada. Como si me pidieran que vaya allí donde estén, a buscarlas, que acuda en su ayuda. Que me dirija a la ciudad de ceniza.
Roberto deja de apuntar y mira con fijeza a los ojos de su cliente. Abre un poco la boca, de la que asoman dos dientes de plata, pero no dice nada. Da varios golpecitos con el bolígrafo en el cuaderno. Tap, tap. Tap, tap. Acto seguido, cuestiona:
–¿Cómo se llamaban su mujer y su hija? Me acabo de dar cuenta de que nunca se lo había preguntado. Sé que no es relevante, pero creo que es mejor si les pongo nombre y dejo de llamarlas su mujer y su hija –pronuncia despacio las cinco últimas palabras de la frase.
Itzan se revuelve en el sofá, echa un vistazo rápido a la sala. Las estanterías repletas de libros técnicos relacionados con la medicina y la mente humana, la alfombra persa de imitación cubriendo el suelo, los dos sillones de cuero, el pequeño escritorio de madera con un viejo Imac. Los cuadros sobre naturaleza colgando de las paredes, los dos diplomas enmarcados.
–Mi mujer se llama Iris y, mi hija, Elena –responde Itzan con sequedad.
El doctor se ha dado cuenta de su error de inmediato. Hablar de ellas en pasado.
–No pretendía… Lo siento. Un fallo lingüístico. No volverá a ocurrir. Esta es nuestra séptima sesión y todavía necesito un poco de tiempo para adaptarme y poder atacar el problema desde la base. Por eso, Itzan, si no es mucho pedir y aunque sé que es doloroso, creo que ha llegado el momento de que me hable del día de su desaparición. –Hace una pausa, se aclara la garganta, sigue–: No le voy a mentir, algo he leído en la prensa, pero ya sabe que las noticias que uno lee en los periódicos a día de hoy son pura manipulación. Por eso prefiero escuchar la historia directamente de usted.
–No se preocupe, doctor –corresponde–. Estoy acostumbrado. Ha pasado más de un año desde que desaparecieran, todo el mundo da por hecho que están muertas. Incluso la policía me sugirió que quizá iba siendo hora de darles sepultura. ¿Se imagina? ¿Qué iba a enterrar? ¿Dos ataúdes vacíos? –Niega con la cabeza–. Mire el reloj. Ya son casi las cuatro. Y, sin duda, necesito más de dos minutos para relatarle como es debido la historia –dice luego.
Roberto mira al reloj de carillón, tal vez la única pieza de algo de valor en aquel despacho de psiquiatra de segunda categoría. Después, asiente, pone la funda al boli, cierra el cuaderno, se incorpora, se acerca a la ventana y dice:
–Tiene razón. Será mejor que lo dejemos para la siguiente sesión. Pensaré en usted, Itzan. En la ciudad envuelta en niebla y su lluvia de ceniza. Le buscaré un significado. Y espero que, con el tiempo, la terapia le sirva para mirar al futuro con optimismo. Si es que su muj… Si es que Iris y Elana no regresan antes, claro.
Se permite sonreír. A medias, sin entusiasmo. Apenas una muesca en la comisura de los labios. Esquiva, temerosa.
–Nos vemos el próximo martes, doctor. Estaré aquí a las tres en punto. Gracias por su tiempo –se despide Itzan, ignorando el gesto de su terapeuta.
–Hasta el martes.                                      
Itzan se incorpora, mete las manos en los bolsillos y abandona el despacho del médico. Ya en la calle, agacha la cabeza y se funde con la masa de gente, convirtiéndose en un punto más, en una hormiga cualquiera.
En lo alto, un enorme sol de verano brilla con intensidad en los bordes de un cielo azul cristal destejido de nubes.

Comentarios

Entradas populares