Fuera de órbita
Primera parte de un relato corto (serán dos o tres partes) de ciencia ficción en clara relación con mi primera novela, Noctalia.
Por cierto, casi tenemos preparado el segundo número de Portal Ciencia y Ficción, ya os lo colgaré por aquí.
Un abrazo, blogonautas ;)
Fuera de órbita
Por cierto, casi tenemos preparado el segundo número de Portal Ciencia y Ficción, ya os lo colgaré por aquí.
Un abrazo, blogonautas ;)
Fuera de órbita
El planeta se asemeja a una gran pelota de piedra azul
recortada entre la negrura infinita del universo. Dos gigantescas estrellas custodian
al planeta. Una es similar al Sol terrícola; la otra es de una tonalidad
marina, una inmensa bola de fuego azulado. Alrededor de los tres astros
principales destaca el brillo de innumerables estrellas situadas a millones de
años luz. El espectáculo, por muchas veces que se hubiera disfrutado con
anterioridad, no pierde un ápice de su magia, de su belleza. La grandeza de la
naturaleza contra la pequeñez del hombre en estado puro.
El interior de la Ómicron
bulle de actividad. Los cuatro tripulantes se disponen a ocupar sus puestos
para adentrarse en el planeta primero y lograr un buen aterrizaje después. La
nave, un platillo esférico de pequeño tamaño, permite maniobrar con facilidad.
No por ello conviene descuidarse.
—Cabo, ¿están todos los sistemas operativos?
La pregunta surge de los labios del capitán: uno de los
primeros hombres gato, como popularmente se denominó a los seres resultantes de los experimentos
genéticos cuya finalidad era mejorar los sentidos y facultades de la raza
humana. Su composición es, a simple vista, la de un hombre común, pero si uno
se fija bien, puede apreciar dos ojos verdes profundos y centelleantes en la
oscuridad, un apéndice en forma de cola situado en mitad de la espalda y unas
orejas más puntiagudas de lo habitual. Los otros tres tripulantes son hombres
comunes: el cabo T-265, o Tim; el alférez Cx-497, o Uwe; el ingeniero O-876, también
conocido como Jean. A pesar de que los nombres se habían sustituido por números
de serie —relacionados con la profesión de cada uno— alrededor del año 3000
(según el calendario terrícola), a los humanos continúan de manera informal
adoptando las viejas denominaciones.
—Todo en orden, señor.
Ingeniero y alférez dan a su vez el visto bueno a la
operación. La sala de control de la astronave es un concierto de pitidos
mezclados con decenas de intermitentes luces de varios colores. Los cuatro tripulantes
tienen sus ojos fijos en sus respectivas obligaciones. Todos son exiliados del
Sistema Galáctico: «basura cuya única patria es el universo profundo». Así los
definió el Primer Ministro de la Cuarta Confederación de Planetas el día de su
sentencia a vagar el resto de sus días por el cosmos. Si vuelven a poner un
solo pie en un planeta habitado, irán directamente a la cárcel o, en el peor de
los casos, se les aplicará la pena de muerte. Desde aquel nefasto día se han
dedicado a vagar por el espacio en busca de tesoros lo suficientemente valiosos
como para comprar su libertad. Son buscatesoros
interestelares, como les gusta definirse a ellos mismos. Sin embargo, tras
cuatro años de vagabundeo, sus ánimos están por los suelos: echan de menos
demasiadas cosas. Incluidas sus familias. A excepción de Uwe, oriundo del
sistema Nássar, donde la familia está prohibida por ley.
—Preparados para entrar en órbita —advierte el capitán.
Es un mero formalismo. Los cuatro saben muy bien qué hacer.
Ya han recorrido más de cuarenta planetas en su deambular. Por ahora, sin
éxito. Apenas algunos minerales de cierto valor, pero no del suficiente como
para revocar su condena.
—Sistemas preparados. Todo dispuesto para la succión y el
posterior aterrizaje —avanza el
ingeniero.
El capitán asiente, satisfecho. Al menos su condena la
cumple con gente capacitada. Viejos camaradas. Individuos que las han visto
venir de todos los colores. Gente sin un destino claro, mecidos peligrosamente
en la fina cuerda del destino. Cerca del olvido colectivo.
El planeta se acerca a gran velocidad. En apenas unos
minutos, la esfera ya no es visible en su totalidad: ahora se aprecian
continentes donde antes había sólo un borrón azul.
—Cabo, establezca los parámetros atmosféricos. Quiero saber
dónde nos estamos metiendo.
—De acuerdo, capitán —conviene Tim, obediente.
En la pantalla aparecen las condiciones ambientales de
aquel lejano y extraño planeta azul. Después de un análisis rápido, las
conclusiones son claras: la atmósfera no es respirable. Las condiciones de
viabilidad para el abordaje se
calculan de antemano. No resultaría agradable meterse en un horno o en una
nevera. La Ómicron sobrevuela ya,
cada vez a menos velocidad, los cielos planetarios. El sol de fuego azul brilla
en los lindes del firmamento.
—¡Preparad el aterrizaje! —grita el capitán.
Los subordinados aprietan botones, mueven minúsculas
palancas y, al final, Tim responde:
—Tren de aterrizaje listo. ¡Allá vamos!
La astronave se estabiliza y comienza a girar en círculos,
perdiendo al mismo tiempo velocidad. Pasan cinco minutos antes de que la nave y
sus tripulantes tomen tierra con suavidad. La superficie planetaria es, en su
mayor parte, un gigantesco desierto de arenas azuladas salpicado de peñascos de
bastante altura. Los medidores, no obstante, no indican nada anómalo. Es un
planeta desértico perdido en una zona inhabitada del universo. No se tienen
datos sobre él. Sus datos no están registrados en la Red Planetaria. Acaban de
llegar a uno de los muchos planetas ignotos aún no conquistados por el Hombre.
Eso, por norma general, suele ser una buena noticia: al no haber sido
contaminado por la raza humana, existen más posibilidades de encontrar algo de
valor. «Quién sabe, quizá aquí esté nuestro salvoconducto hacia la libertad», piensa
Tim mientras se despereza en su silla y se incorpora. Sus tres compañeros de
exilio hacen lo propio.
—¿Estáis todos bien? —pregunta Jean, con su típica mirada
indefensa, acrecentada por su rostro aniñado.
Es el más joven de todos. La edad es un dato muy relativo,
pero debe de rondar los 300 años. De facciones suaves, labios finos y orejas
pequeñas como las de un nuevo terrícola de quinta generación, como orgulloso
afirma que es. Tiene el pelo abundante, castaño, los ojos azules, la piel
pálida y unas manos largas y huesudas. Su aspecto contrasta con el de Uwe, un
anciano proveniente del planeta ╔. De aspecto duro, piel de cuero y ojos
achinados, su mirada sería capaz de hacer hombre de golpe a un joven imberbe.
Algo pasado de peso y con una sempiterna gorra calada hasta las cejas, se
limita a obedecer al capitán: sólo habla cuando es necesario y por lo general
para soltar un improperio. El último de los cosmonautas, Tim, hace tiempo que
alcanzó la edad madura —según su tarjeta galáctica de regulación ya ha cumplido
los 530—, con todo lo que ello implica. De temperamento relajado, siempre busca
la mejor solución para el grupo. Posee el aspecto estándar de un militar: ojos
marrones, pelo rapado y cuerpo musculoso aliñado
con algunos implantes para aumentar sus condiciones físicas.
—Parece un ente desértico —aventura Uwe, obviando la
pregunta de su camarada.
—Desértico-montañoso —apuntilla el capitán, provocando la
aspereza del anciano, quien, sin embargo, decide mantener la boca cerrada.
Los tres se dirigen a la sala de despresurización, paso
inevitable antes de aventurarse en la superficie planetaria. Una vez el proceso
se ha completado, se embuten en sendos trajes de astronauta y pisan el arenoso
suelo.
—Uwe, lanza sondas de análisis hacia los cuatro puntos
cardinales: quiero saber si este planeta esconde algún tesoro maravilloso.
El alférez activa un aparato del tamaño de una pelota de
tenis y pulsa varios interruptores, después suelta un enigmático «abracadabra» y una luz verde se expande
a una velocidad increíble por todas partes.
—En un par de minutos tendremos los datos.
El capitán asiente y suspira. Está esperanzado con que esta
vez sea la buena. La definitiva. La que les permita regresar a casa. Jean
aprovecha la espera para analizar la arena.
—Producto de la erosión. En este planeta hay agua… o la
hubo alguna vez —aventura.
Tim está a punto de abrir la boca, pero la voz cortante del
alférez se impone. Los datos han llegado con una conclusión tan sorprendente
como inesperada.
—Señores, mucho me temo que no somos los primeros seres
humanos en llegar a este planeta. Apenas ocho kilómetros hacia el Este, el
apartito ha registrado una construcción humana: los restos biológicos no dejan
lugar a la duda.
Las miradas del grupo se cruzan entre sí, perplejas.
—Pero eso no es posible. De ser así estaría registrado
—asegura Jean, de cuclillas sobre la arena.
—La teoría también me la sé yo, pequeñín, pero esta
maquinita siempre dice la verdad: aquí hubo humanos antes de que nosotros
llegáramos.
El silencio cae de golpe, cruel como una noche sin
estrellas. La evidencia es clara. Las dudas se han apoderado del grupo, quien
espera la decisión del capitán. Resolución que no tarda en llegar:
—En ese caso, creo que es de mala educación no hacer una
visita. Adelante, muchachos. Nuestros amigos del Este nos esperan.
Aunque saben que ahora están solos en aquel planeta
inhóspito, que sus predecesores ya no están allí, los cuatro astronautas
sienten un cosquilleo en sus estómagos, una mácula de temor, una sensación de
que algo va mal, de que a su llegada no habrá pastas y café caliente.
Pero prefieren callar y seguir adelante. La esperanza es
más fuerte que el peor de los temores.
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