Más surrealismo...

Os dejo con una parte cargada de simbolismo. A ver quién ubica las referencias y guiños. Se me ha ocurrido un pretencioso y arrogante nombre para enmarcar la novela dentro de un género. Si Cien años de soledad pertenece al Realismo Mágico y Ana Karenina al Realismo más "puro", creo que la obra que me llevo entre manos bien podría definirse como Realismo Onírico. Bonito, ¿verdad? :)

"Me rodea una oscuridad completa, categórica, universal. Un cosmos de silencio y negrura. No se escucha un ruido a mi alrededor, no consigo ver nada. Estoy quieto en mitad de aquella espesura indefinida e informe. ¿Dónde me hallo?, ¿cómo he llegado hasta allí?, me pregunto, pero no tengo la respuesta. Permanezco en pie, parado y en silencio un incalculable margen de tiempo, quizá sólo unos pocos segundos, puede que varias horas. Lo que me rodea, si es que acaso existe algo, no parece tener sentido. Un sentido material, al menos.
Un chispazo ilumina de repente un punto aislado en la oscuridad. Dejo que la vista se me adapte a la débil iluminación. Desde mi posición creo distinguir un farol de aceite, cuya llama interior cabrillea con violencia. Pese a lo extraño de la situación, mi ignorancia con respecto al lugar y el origen del lucero, no tengo miedo. He asimilado con incomprensible arrojo, con actitud quijotesca, mi singular condición.
—¿Quién anda ahí? —pregunto.
Mi voz resulta apenas un susurro trémulo en aquel espacio irreal. Espero respuesta, pero no la encuentro. Mi misterioso compañero se limita a permanecer quieto en la misma posición.
—Vamos, dime quién eres —insisto.
Pero de nuevo lo único que recibo es otra ráfaga de silencio. ¿Debo acercarme a él? ¿Será peligroso? Las cuestiones, los interrogantes, acuden a mi mente como un arroyo que descendiese por la ladera de una montaña.
—¿Dónde estoy? —Sé que mi pregunta se perderá entre los rebordes del lienzo de oscuridad, pero me niego a darme por vencido.
Esta vez algo cambia. El farol oscila adelante y atrás, como si su portador quisiera hacerme una indicación, decirme algo. ¿Pero qué?
—No te entiendo. No sé qué hago aquí, ni qué es este lugar ni quién eres tú. No sé nada.
Las palabras se pierden, temblorosas, al momento siguiente de abandonar mis labios. El movimiento continúa: adelante y atrás. La llamita crepita y baila al ritmo que marca el misterioso hombre sombra.
De pronto, quienquiera que sujete el candil se mueve, se aleja de mí. Se adentra un poco más en la oscuridad, aunque es complicado diferenciar distancias en aquel espacio quimérico.
—Quieto, por favor. No te vayas, no me dejes solo —suplico.
Pero el fuego se aleja cada vez más. El círculo de luz se vuelve minúsculo. ¿Qué debo hacer?, me pregunto. ¿Tal vez seguirle?, ¿quedarme dónde estoy?
—¡Espérame! —grito desesperado, y echo a correr en busca del hombre sombra y su farol.
Percibo el aire recargado, cálido, y el suelo duro y rocoso. La espesa negrura es tan densa que la siento adherírseme a la piel, tangible como una cortina de agua. La llamita crece a medida que avanzo. En unos pocos segundos volveré a estar a su misma altura. ¿Quién sostendrá el farolillo? Por un momento la duda me provoca un escalofrío. ¿Y si estoy caminando hacia una muerte segura?, ¿y si al final del camino no hay nada, sólo oscuridad?, ¿será éste el final del sueño del soñador?
Mis cavilaciones, que se retuercen entre temores y titubeos, terminan de forma brusca, cortadas por una cuchilla de luz blanquecina que rasga la negrura. Es un destello intenso, como si un sol de otoño se hubiese colado en aquella nada incorpórea. La pálida claridad ha engullido al farol y a su portador, de quienes no queda rastro alguno. ¿Dónde se habrá metido el hombre sombra? Otro escalofrío recorre mi espina dorsal. El final está cerca. La luz es cada más potente. Hileras de haces pálidos se esparcen por el lugar, están muy cerca de mí. ¿Descubriré por fin dónde me hallo?
Poco tiempo después logro llegar hasta el origen de aquella luz nívea. El corazón me restalla en el pecho, la respiración se me entrecorta. Estoy cansado por el repentino esfuerzo. Me encuentro frente a una puerta. La luz proviene de los resquicios que deja el marco mal encajado entre la densa capa de oscuridad. ¿Qué habrá al otro lado? Trago saliva con dificultad mientras me lo pregunto. El corazón se me acelera: pum, pum, pum, pum. El final, la luz, la puerta. Los símbolos se superponen dentro de mi mente, se encuentran, se separan. Intento desviar mi atención, no quiero pensar en sus significados. Me aterra pensar en ello. Sólo quiero saber qué me espera tras la puerta.
Me dejo llevar por un impulso y tanteo el metal (parece metal, su tacto es frío y áspero) en busca de un pomo, pero descubro que la superficie es plana y lisa. Tal vez esté abierta, pienso. Experimento una extraña sensación. Me doy cuenta de que sé que está abierta. ¿Tal vez el soñador controla al soñado? ¿Será éste mi final? ¿El ansiado y temido despertar? Empujo la entrada, que cede con suavidad, sin hacer ruido.
Una luz cegadora me aborda y me ciega. Durante unos segundos no logro ver nada. El contraste entre oscuridad y claridad es demasiado fuerte. Incluso he tenido que taparme los ojos con el dorso del brazo para poder soportarlo. Permanezco expectante, con el temor y la curiosidad recorriendo mi cuerpo de la cabeza a los pies. Al final, mis ojos se acostumbran a la luz. Aguardo unos instantes, indeciso. ¿Quiero descubrir la verdad? ¿O prefiero vivir en la ignorancia?
La curiosidad vence al juicio sin que me dé cuenta. El temor se hace a un lado y afronto la visión. La antesala de oscuridad y la ceguera posterior se han esfumado para dejar a su paso la recreación de un paisaje insólito. Un cielo de un azul intenso, un firmamento infinito ensuciado por grupos de nubes que caracolean sobre sí mismas se derrama sobre una tierra yerma, seca, salpicada de molinos de viento. Una luna en menguante preside la bóveda celeste. Pero lo más sorprendente de aquella vista no son las nubes o la luna diurna, son las aspas de los molinos: gigantescas mariposas de brillantes y vivos colores sustituyen a las habituales celosías metálicas. Los insectos no se mueven, pues no sopla viento alguno, y tampoco parecen poseer vida. Se asemejan a figuras de piedra, gárgolas titánicas en espera de Eolo.
He empezado a caminar, perplejo ante aquella campiña ilusoria. De súbito, una música conocida sorprende mis pasos y atraviesa el lugar como un viento de poniente. Se introduce en mis oídos y pone en marcha a las mariposas, que empiezan a agitar las alas. En apenas un pestañeo, los insectos están girando como las aspas de molino a las que sustituyen. Contemplo ensimismado la gracilidad de sus movimientos. Giran, giran y giran…".

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