Periodo de entreguerras.
Desde que estoy exiliado en Londres por motivos de trabajo (el domingo hace un mes) no he tenido tiempo de ponerme a escribir en condiciones. Me borré vilmente del MayoWrimo habiendo sido uno de sus fundadores, porque cambiar radicalmente de vida tiene estas cosas. Además estoy con el inglés a tope, leyendo y escribiendo cosillas (el comienzo de un relato largo que podéis leer justo abajo) para ganar soltura y vocabulario; eso ha hecho que escribir en español -mi única pasión verdadera- haya quedado un poco apartado, circunstancia que, por supuesto, no va a seguir así. Tengo empezada la novela parisina, de la que llevo unas 10.000 palabras, pero la voy a dejar un poco de lado porque no termino de gustarme a mí mismo: demasiado empalagosa. La retomaré en una época en que esté más enfadado con el mundo y logre quitarle un par de tono de pastel.
Por eso he decidido embarcarme en un proyecto más de mi estilo. Es también una historia de amor, pero de un amor de verdad, con sus miserias y penas. De habitaciones vacías, fotos emborronadas por las lágrimas derramadas y pistolas cargadas en la boca. También de sexo sobre encimeras y no sobre sábanas blancas mientras se susurran palabras de amor. Por ahora llevo tres capítulos escritos y no me pongo fechas porque es una historia que me gusta y quiero disfrutar escribiendo, amén de que de jueves a sábado estoy liadísimo currando. Por ahora, cuelgo el primer capítulo para abrir boca y escuchar, si la hubiere, alguna opinión.
Abrazos para todos, blogonautas.
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Por eso he decidido embarcarme en un proyecto más de mi estilo. Es también una historia de amor, pero de un amor de verdad, con sus miserias y penas. De habitaciones vacías, fotos emborronadas por las lágrimas derramadas y pistolas cargadas en la boca. También de sexo sobre encimeras y no sobre sábanas blancas mientras se susurran palabras de amor. Por ahora llevo tres capítulos escritos y no me pongo fechas porque es una historia que me gusta y quiero disfrutar escribiendo, amén de que de jueves a sábado estoy liadísimo currando. Por ahora, cuelgo el primer capítulo para abrir boca y escuchar, si la hubiere, alguna opinión.
Abrazos para todos, blogonautas.
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Contemos una historia. Una
historia de príncipes y princesas donde, por supuesto, no hay ni
unos ni otras. Un relato protagonizado por hombres y mujeres como tú
y como yo en una ciudad sin nombre. Aunque si el encajonamiento del
género narrativo nos obligase a delimitar —que no lo hace—,
digamos que la acción transcurre en Londres. Quizá en París. No,
París, no. Pensándolo con mayor detenimiento, dejemos Londres como
ciudad candidata. Imagínensela en todo su esplendor;
con sus cielos nublados, sus caras tristes, sus melancólicos vagones
de metro, sus sirenas en mitad de la madrugada y su lluvia
sempiterna. París tiene demasiada luz como para servirnos de
escenario. Además, para ayudarnos en la decisión de decantarnos por
una u otra, Paris es la ciudad del Amor —así, con mayúsculas—,
por lo que conviene descartarla. ¿Por qué? Sencilla es la
respuesta: porque la nuestra es una historia triste. O que comienza
triste, al menos. Quizá el final lo arregle todo y los personajes
terminen cenando perdices, caballa o una ensalada mixta. El menú es
lo de menos en este caso. También cabe la posibilidad de que el
final sea aún más triste que el principio. Quién sabe. Todo a su
debido tiempo. Por eso os pido que continuéis ahí, página tras
página, hasta el cierre de esta historia de un amor posible entre un
chico y una chica.
El primer escenario es un
cementerio. Uno pequeño, pobre, de barrio obrero. En su interior no
hay ni rastro de gigantescos mausoleos o artísticas lápidas con
ángeles esculpidos en sorprendentes escorzos. En este camposanto no
hay nada de eso. Cuando uno es pobre en vida, también lo es en la
muerte. Si uno se fija bien, lo más hermoso que puede contemplar son
gigantescos cipreses cuya sombra, cómo no, es alargada como la
propia muerte. El resto del espacio lo ocupan hileras de nichos y
algunas tumbas de piedra. Alrededor de la más reciente hay
congregadas aproximadamente veinte personas de diferentes edades. En
el grupo está el príncipe sin corona ni sangre azul de esta
historia. Sin embargo, aún no es el momento adecuado para
introducirlo. Hablemos antes de la escena, de la muerte, del
cementerio. El cielo está gris, turbio, vestido a juego con las
circunstancias. Un cura corto de estatura pero de voluminosa panza
recita en latín una retahíla que se pierde entre el sollozo general
y el llanto desesperado de una madre destrozada. Tenía veinticinco
años, un pisito de alquiler en el Este y un trabajo como repartidor
que le permitía vivir sin alardes pero también sin grandes
estrecheces. Por eso nadie comprendió que de la noche a la mañana
decidiera acabar con su vida. Se llamaba David. Llegados a este
punto, hagamos un pequeño inciso. Tan innecesario como válido. Otra
vez los rigores narrativos. Hemos elegido Londres como escenario de
la acción, aunque en la práctica no sea más que un marco
narrativo, una excusa para poner fotografías en color a las
descripciones concretas —quizá le fuese mejor el blanco y negro—.
Por eso los actores de esta obra tienen nombres españoles. Por otro
lado, también podían ser españoles viviendo en Londres. Yo conozco
a más de uno. Pero no nos perdamos entre lejanas ramificaciones y
establezcamos definitivamente el marco espacial y temporal de esta
historia: una ciudad sin nombre que bien podría ser Londres y un año
cualquiera de este joven siglo veintiuno. Aclarados los puntos,
regresemos al cementerio y al suicidio de David, que por ahora es lo
que de verdad importa. Nadie entre sus familiares, amigos y conocidos
se explica qué llevo a un chico sano de veinticinco años a
comprarse una pistola y pegarse un tiro en la cabeza. La nota de
suicidio tampoco lo aclaró. David había dejado apenas unas líneas
escritas a mano en un folio arrugado —y manchado a posteriori con
gotas de sangre— sobre la encimera de la cocina. Sí, decidió
pegarse un tiro en la cocina, sentado sobre un taburete. Supongo que
hay sitios más cómodos, incluso más románticos donde pegarse un
tiro. Pero eso son ya manías de cada uno. David prefirió hacerlo en
el mismo lugar donde preparaba la comida o donde —es probable— se
había acostado con muchas mujeres. La nota, por cierto, decía lo
siguiente:
«No es culpa de nadie,
simplemente me he cansado de vivir. Os quiero mucho a todos. Nos
volveremos a ver. Prometido».
La promesa final era,
quizá, el mayor desconsuelo de la madre. David siempre prometía
cosas que nunca llegaba a cumplir. Desde cosas simples como cortarse
el pelo o apuntarse al gimnasio, a otras de mayor calado como sentar
la cabeza o terminar de una santa vez la carrera de derecho, de la
que sólo le quedaban seis asignaturas. Seis optativas que lo
acompañaban desde hacía tres años. Por eso, al leer la última
carta que le iba a escribir su hijo, sintió una fría punzada en el
corazón, pues supo de inmediato que jamás lo volvería a ver, a
tocar, a besar, incluso a reñirle. Su hijo estaba muerto en este
vida y, si la hubiera, también en la siguiente. Ésos eran sus
últimos momentos juntos antes de que David descansara eternamente
bajo la descolorida tierra. La muerte, cuando llama, sea en la forma
que sea, es para quedarse. No hay segundas oportunidades. Si decides
meterte un cañón en la boca y apretar el gatillo, el juego acaba en
lo que tarda la bala en destrozarte el cerebro. Eso precisamente hizo
David, el entrañable y mujeriego amigo de la infancia de Roberto,
nuestro príncipe.
Ya nos toca presentarlo.
Metro ochenta, delgado, pelo moreno enmarañado, gafas para corregir
una terrible miopía, ojos marrones oscuros, casi negros, cejas finas
y labios anchos, pero sin pasarse. Un conjunto atractivo, aunque sin
llegar a los cánones de belleza. Un muchacho normal de veinticuatro
años, de ésos que abundan en cualquier ciudad del mundo: en nuestro
no-Londres, en Bangladesh o en Manila. No está llorando, pero sus
nerviosos movimientos de manos y piernas descubren la pena y congoja
que acumula en el pecho, donde siente un nudo que aprieta cada vez
más fuerte. Cuando uno ve de frente la muerte, se encara con ella
hasta ser capaz de oler su perfume,
se da
cuenta de la insignificancia de su existencia, una existencia que
terminará un día como ha acabado la de David. En esos momentos uno
se hace muchas promesas («viviré a tope», «disfrutaré cada
segundo») que luego se pierden en el estúpido e irrefrenable fluir
de los segundos. Ese despreciado tictac del segundero que, un día,
dejaremos de oír y no habrá sonido que más echemos de menos. Otra
vez yéndonos por las ramas. Allí está Roberto, con la mirada fija
en el suelo de tierra, sintiéndose como un extraterrestre en planeta
lejano: oye pero no escucha, siente pero no entiende, llora pero no
le salen las lágrimas. Está encerrado en un cubo irreal, una
burbuja de aire que lo aísla de un mundo cada vez más miserable.
El cura termina su perorata
y da orden a los enterradores para que carguen el féretro hasta el
agujero cavado horas antes por ellos mismos. Es el fin común: fuego
o tierra y gusanos. Terminado el ritual, religioso y empleados se
retiran sin hacer ruido, como sombras surgidas de los grandes
cipreses que regresaran al calor de su hogar. Allí queda el grupo de
familiares y amigos, un rumor de llantos y gimoteos sin control. La
madre abatida llora sin consuelo sobre el hombro del padre, un
cincuentón rechoncho, calvo y bigotón al que se le escapan las
lágrimas a trompicones. Todos de negro impoluto, como una procesión
funesta. Roberto, una estatua de cera más hasta entonces, siente de
pronto un tacto inesperado, suave, tembloroso. Unos dedos finos y
pálidos se han entremezclado con increíble precisión entre los
suyos. Confundido, el muchacho eleva la vista, pincha la burbuja y
localiza a una chica joven, de unos diecisiete años, tan bonita que
dan ganas de retratarla, de escribirle algunos versos. Pelo largo,
moreno y liso; pálida de piel. Ojos agrisados, aunque verdes en
origen. Nariz pequeña y respingona, labios finos, rosáceos; como
sus mejillas. El vestido no permite apreciar con claridad sus curvas
de mujer, pero se intuyen formas estilizadas bajo la tela negra.
Roberto la contempla embobado, sin saber cómo reaccionar. Ella
esboza una sonrisa triste, lo mira fijamente, aprieta con fuerza su
mano.
Ahí está nuestra
princesa.
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