La ciudad en las estrellas - 3
Buenas tardes, blogonautas:
Capítulo al día. De momento, cumpliendo. Espero terminar la cuarentena con una novela más en el haber. Tengo a mi mujer con la vara preparada en caso de que me entre la desgana.
Os dejo con ello.
Capítulo al día. De momento, cumpliendo. Espero terminar la cuarentena con una novela más en el haber. Tengo a mi mujer con la vara preparada en caso de que me entre la desgana.
Os dejo con ello.
3
El maldito ruido de fricción. El ambiente frío, húmedo. La angustia de respirar un aire cargado, espeso, sin apenas oxígeno. Itzan despierta con la sensación de agobio propia de quien conoce dónde se encuentra y no le gusta lo más mínimo lo que ello implica. Abre los ojos y se despereza, nervioso. Extrañamente, sabe que está soñando y, a pesar de la certeza, es incapaz de abandonar aquella pesadilla por sus propios medios. No le sirve pellizcarse o convencerse de estar dormido para despertar. Ha vuelto a la ciudad de ceniza. Una ciudad sin nombre que conoce muy bien.
La misma cafetería vacía de siempre. Las tazas en las mesas, cubiertas de polvo. Los suelos sucios, las paredes repletas de desconchones en la pintura. Tras la barra, utensilios desperdigados por el mostrador, máquinas de café apagadas y oxidadas, delantales colgados, comida podrida, acartonada. El ambiente, por otro lado, y, a pesar del abandono, todavía conserva un agradable aroma a café. Rancio, quizá, pero tolerable. Hay telarañas en cada esquina, pero ni rastro de los insectos. Las sillas están desordenadas, algunas volcadas, como si los clientes hubieran tenido que salir pitando del establecimiento. Itzan no tiene ni idea de lo qué ocurrió allí, si acaso sucedió algo, pues existe la posibilidad de que sea una escena creada por su subconsciente sin una utilidad concreta. Un extraño juego de su imaginación.
–¿Hola, alguien? –pregunta el escritor en voz alta.
Nadie responde. Además del ruido de fricción, no se oye nada. Ni voces ni canto de pájaros ni rodadas de coches. El silencio es antinatural, siniestro. Casi palpable. Itzan se mira las manos, acompasa la respiración. No recuerda haber sido consciente de estar soñando con anterioridad, aunque tampoco puede estar seguro. De hecho, los detalles de los sueños los olvida pasados unos minutos. A base de repetirse, Itzan conoce bien aquella realidad onírica, pero, no obstante, tras varios días donde acababa olvidando lo soñado casi por completo, tuvo que escribir el contenido de sus pesadillas para intentar partir con ventaja en cada regreso a la ciudad de ceniza; sin embargo, inconscientemente, al regresar, las certezas desaparecen y solo quedan las dudas, ¿es la primera vez que soy consciente de estar dentro de un sueño? ¿Me había ocurrido antes y no lo recuerdo? Imposible saberlo. Además, una vez despierte, lo más probable es que este tipo de trivialidades desaparezcan de su memoria como una ola cualquiera en un mar calmo. Esta vez, si acaso lo recuerda, intentará plasmarlo en papel: cuando regreso a la ciudad de ceniza, soy consciente de estar dentro de una divagación onírica.
Vamos allá. Hagámoslo una vez más, se dice. Coge aire, hincha los pulmones, deja escapar un largo suspiro. Necesita fuerzas para lo que le espera a continuación. Eso sí lo recuerda. El deambular por callejones neblinosos, el encuentro con su mujer e hija.
Con el ánimo un poco más sereno, Itzan abandona la cafetería esquivando sillas y mesas y sale a la calle. La atmósfera es incluso más fría afuera. La niebla es muy espesa, tan densa que Itzan apenas es capaz de ver medio metro al frente. No hay viento y el entorno huele a chamusquina, como si un edifico hubiese ardido y, ahora, ya en cenizas, el humo resultante esparciera ese olor tan característico de algo recién quemado. Del cielo oculto tras la capa de niebla siguen cayendo lo que parecen copos de nieve pero que, en realidad, son grumos de ceniza. Diminutas bolitas que se deshacen al tacto, dejando tras de sí un manchón negro como el tizón. El escritor avanza a pasitos. Sus pisadas son silenciosas: el ruido de las suelas es ahogado por la espesa cortina de niebla.
Repican las campanas. ¿Campanas? ¿Hay una iglesia en aquella ciudad onírica?, piensa. No recuerda haber escuchado campanas con anterioridad. Pero, por supuesto, no puede estar seguro. Decide seguir el origen del sonido, que, a tenor por la fuerza con la que ha retumbado en sus oídos, no puede quedar muy lejos. Avanza por una gran avenida. Puede ver las líneas delimitadoras de carril y algunas indicaciones pintadas en la calzada. Gire a la izquierda, deténgase aquí, ceda el paso. La típica señalización de una ciudad pequeña de provincias. Llega hasta una encrucijada de caminos. El último repiqueteo aún reverbera en el ambiente. El noveno. Está cerca, muy cerca. Gira a la derecha y corre. Nota la ceniza adentrándose en sus pulmones, tiñéndolos de negro. Le cuesta respirar en un ambiente tan húmedo y cargado, pero sigue corriendo. Sabe que las campanas no van a repiquetear por mucho más tiempo. Al undécimo, Itzan llega por fin hasta la fachada de la iglesia. Las campanas emiten un último zumbido que juguetea unos segundos con sus tímpanos y se acallan, dejando paso al habitual sonido de fricción. Han sido once.
–Joder…
El escritor se dobla sobre sí mismo, apoya las manos sobre las rodillas. Recupera el aliento con calma. Le arden los pulmones, a punto de irrumpir en llamas, pero no lo hacen. Continúan funcionando. Cuando se siente un poco mejor, Itzan eleva la vista y estudia con detenimiento el monumental edificio que tiene delante. Está casi seguro de que jamás había explorado aquella parte de la ciudad de ceniza. Desconoce las implicaciones que ese giro, ese vuelco del guion establecido, puede conllevar. Es una iglesia construida en piedra negra, con dos campanarios a cada lado de la edificación base. Es muy sobria, apenas tiene elementos decorativos. Hay una gran cruz simétrica –a diferencia de la cristiana– esculpida sobre las dos enormes puertas de madera, también oscuras como una noche descuajada de estrellas. De los tejados, tanto del pabellón como de los campanarios, cuelgan en escorzo esculturas de ángeles con las alas destrozadas, carbonizadas, apenas visible el esqueleto de las mismas. Hay muchas figuras. Todas muestran una expresión sombría, de dolor. Itzan traga saliva con dificultad al verlas. Le producen una extraña sensación de desasosiego. ¿Qué clase de iglesia es ésta?, se pregunta. Duda si acercarse más o dar la vuelta y regresar sobre sus pasos, pero, en ese caso, ¿qué sentido tiene haber corrido hasta allí? Puesto a cambiar el guion de su sueño, mejor hacerlo a lo grande.
Todavía envuelto en dudas y cavilaciones, Itzan observa con estupor y sorpresa cómo la puerta de la iglesia se abre de repente y, de ella, surge una mujer alta, delgada pero curvilínea, hermosa, de pelo rojizo como el ocaso y ojos azules arrancados de las profundidades oceánicas. El escritor puede apreciar la belleza de su cuerpo de primera mano, pues está desnuda. De piel blanca y labios amoratados, tal vez por el frío. La mujer le sostiene la mirada unos segundos y, después, sonríe.
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