La ciudad en las estrellas - 5

Vamos con el quinto ya :)



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–Eres el escritor, ¿verdad?

La mujer aparece por una puerta muy bajita, tanto que tiene que agacharse. La deja entreabierta y, a través del resquicio, Itzan contempla un pasillo largo con paredes hechas con lo que parece barro. Un fuerte olor a azafrán se cuelo por los orificios de su nariz.

­–Lo soy –responde, escueto.

Sentada ya a su lado, la anciana saca dos cigarrillos liados de una cajetilla plateada abollada por todas partes y los sostiene sobre la palma de su mano derecha. Lleva un vestido amplio de color azul y una chaqueta marrón de lana. También unas alpargatas de color blanco. De cerca, a pesar de las arrugas y el deterioro provocados por los muchos inviernos, Itzan aprecia la belleza de la anciana, una belleza que un día estuvo ahí y de la que ahora quedan solo retazos, miradas furtivas a través del hueco de la cerradura.

–Te he reconocido. Es la nuestra una ciudad pequeña. Todos nos conocemos. El hijo de. La hija de. El panadero, el pescadero. El que le pone los cuernos a tal, el que se arruinó jugando a las tragaperras. Ya sabes. –Hace una pausa, mira con fijeza los cigarros, sigue–: No te voy a negar que a mi edad y después del montón de extranjeros que han venido ya no me resulta tan fácil seguir la pista de la gente, sobre todo de los más jóvenes, pero, psss, aún me defiendo. Además, debo admitir que me gustan tus novelas y eso lo hace más sencillo, pues, por lógica, me suena tu cara. Estás en las solapas interiores de los libros, ya sabes. –Itzan asiente, sonriente–. Antes, en lo que me parece ya otra vida, era profesora de matemáticas para alumnos de secundaria. Pero, a pesar de mi pasión por los números, siempre me ha gustado leer y, sinceramente, tienes un talento natural para las letras, querido. La novela sobre los viajes espaciales y los misterios del planeta desértico es un despropósito en cuanto a números y teorías científicas, pero, en serio, ¿a quién le importa eso en una novela de fantasía? La historia engancha desde el principio y las resoluciones encajan bien, cerrando las puertas adecuadas y dejando ciertas ventanas abiertas para que sea el lector quien interprete qué y qué no es, qué y qué no ocurrió. La disfruté mucho, la verdad –sentencia la mujer.

Itzan mira a la anciana con interés. No sabe muy bien cómo abordarla, aunque, en general, casi siempre le resulta agradable charlar con gente que ha leído sus libros. No con todos sus seguidores, claro, pues a veces aparece el sabelotodo de turno que conoce la historia mejor que el propio escritor y se queja de todo con la suficiencia que le otorga su sabiduría supina. Duda también sobre si tutearla o tratarla de usted, pero como la anciana lo ha tuteado desde el principio y no quiere ser descortés, decide copiarle el pronombre.

–Siento lo de los números. Desde que sentí la necesidad de escribir quise probar con la ciencia ficción, pero, a diferencia de ti, las matemáticas no son lo mío. Creo que, ahora mismo, no sabría ni dividir una operación sencilla sin una calculadora a mi lado. No obstante, me alegro de que le gustase la historia. Fue mi primera novela, la escribí cuando tenía veintidós años. Un chavalín. Hace ya quince años. Joder, cómo pasa el tiempo –responde Itzan, saltando e hilando como puede los pensamientos que le vienen a la mente.

La anciana sonríe, le entrega por fin el cigarrillo al escritor, se lleva el suyo a los labios y lo enciende, ofreciéndole fuego luego a Itzan, quien acepta y da las primeras chupadas al cigarro.

–El tiempo, ese bastardo escurridizo. –Suspira–. Qué me vas a contar a mí. Parece que fue ayer cuando recorría los campos siendo una cría y, agárrate al sillón, hace menos de dos semanas cumplí noventa y ocho años.

Se conserva bien para rondar el siglo de edad, piensa Itzan. Era evidente que aquella mujer tenía sus años, pero creyó que estaba en los ochenta o los rozaba, sin entrar en ellos.

–Noventa y ocho años. Impresionante. Dudo que yo llegue tan lejos.

La anciana da una larga calada al cigarrillo, se toca el pelo, mal teñido de rojo, con las raíces plateadas asomando por todas partes.

–Eso no se puede saber. Mírame a mí. Estoy mejor ahora que cuando tenía cuarenta. He sobrevivido a dos maridos, a otros dos cánceres, que vienen a ser lo mismo –sonríe–, y a un millón de dolores en mil sitios distintos. A los noventa y ocho, ni siquiera los dolores se dignan a molestarme. Es como si, una vez has estado en la partida el tiempo suficiente y has superado sus pruebas, la naturaleza, Dios o quienquiera que cometiese el error de ponernos aquí, se aburriese de ti y te dejara a tu suerte, a ver qué ocurre. Y así estoy, a la espera del a ver qué pasa.

–¿Vives sola? –pregunta Itzan, cambiando de tercio en la conversación.

Otra calada al cigarro, se ajusta la chaquetilla. Tiene los ojos oscuros, tan oscuros que, en aquella noche cerrada, parecen negros.

–Más o menos. Mis dos hijas vienen a verme cada día. Como son mayores ya también, jugamos a las cartas, bebemos café y fumamos, a escondidas de mis difuntos maridos y de los suyos, todavía vivitos y coleando.

El escritor junta las manos y apoya los codos en las rodillas.

–A decir verdad, me sorprende que fumes. No recuerdo haber visto a una mujer de tu edad fumando. Aunque, también es cierto que no había conocido a una mujer de noventa y ocho años antes.

Ella se encoge de hombros y expulsa una bocanada de humo.

–No debería, claro. El médico siempre me dice que estoy loca. A mis años fumando como una carretera. Que a quién se le ocurre. Pero yo le digo que soy un caso perdido, demasiado vieja para cambiar y, de todos modos, ¿no he vivido ya lo suficiente? ¿Por qué no disfrutar de los últimos coletazos a mi manera? ¿No te parece?

Es el escritor quien se encoge de hombros esta vez. No se le ocurre ninguna objeción que hacer al planteamiento de la anciana.

–Es su vida y ha de vivirla como quiera. Con sus reglas, sus vicios y sus locuras. No seré yo quien le lleve la contraria.

Sobrevienen unos segundos de silencio, roto de pronto por el canto de algunos grillos, que han decidido aportar una melodía cacofónica de fondo. Los dos, escritor y anciana, fuman con calma, al amparo del olivo, bajo la noche fresca de mediados de verano.

–¿Qué ocurrió? –pregunta ella, mirando a Itzan directamente a los ojos.

El escritor, a pesar de la amplitud de la cuestión, sabe muy bien a qué se refiere. Afronta la mirada arrugada de la mujer, traga saliva, suspira y se prepara para relatar, una vez más, su trágica historia.

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