La ciudad en las estrellas - 4
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La luna brilla en el cielo con insolencia, rodeada por un ejército de estrellas. Con la superioridad que le otorga su inalcanzable lejanía y estar protegida por aquellos fuegos fieles que iluminan la bóveda celeste con fulgores amarillentos. Itzan mira a su alrededor. La taza de café, todavía sin acabar. Las tejas negras, la ventana entreabierta, la fresca brisa que le acaricia la piel y eriza el vello de sus brazos y piernas. Es noche cerrada. Mira el reloj de pulsera, un Casio de color verde pistacho. En concreto, son las dos y cuatro minutos de la madrugada. Un día de estos voy a tener una desgracia, se dice. Lo de quedarse dormido en los tejados puede sonar poético y tal vez les funcione a los gatos, pero para un ser humano común y corriente como él, no deja de ser un peligro innecesario. El problema está en que no lo hizo a propósito. En un chasquido de dedos, Itzan pasó de la realidad tangible a la volatilidad onírica. Nota la cabeza despejada y se siente bien. Dormir sobre un tejado de duras tejas de cerámica le ha dejado mejor cuerpo que su cómodo sofá. Se levanta, coge una gran bocanada de aire y estira los brazos hacia arriba, como si quisiera arañar el firmamento. Luego, recoge la taza y regresa a su apartamento.
Revoloteando en sus recuerdos, la imagen de la hermosa mujer de cabellos ígneos. Es la primera vez que se encuentra con ella en la ciudad de ceniza. Desconoce el papel que puede jugar en sus sueños y no sabe con certeza si volverá a verla. Suspira, cierra los ojos, deja la cabeza suspendida hacia atrás, pone la mente en blanco unos instantes… Decide no pensar en ella hasta mañana. Duda si poner por escrito lo sucedido en su último viaje onírico, pero el portátil está apagado y le da pereza encenderlo. Además, duda que pueda olvidar un encuentro semejante.
El piso está a oscuras, apenas iluminado por motitas de luz plateada arrancadas de la luna y su muralla de estrellas. Reina un agradable silencio. El escritor se acerca a la cocina, deposita la taza dentro de la fregadera, bajo el grifo, que abre. Deja que el agua se deshaga del café, que pasa a la historia por el desagüe y, a su vez, limpie el vaso. Cuando ya no queda ni rastro del café, cierra la canilla y abre la nevera. Coge una Coca-Cola bien fría y se la bebe de un par de tragos. Ya del todo despejado, Itzan se prepara un sándwich con jamón y queso y lo pasa, vuelta y vuelta, por una sartén con mantequilla. A continuación, abre la nevera, saca otra Coca-Cola y se acerca hasta el sofá, enciende la televisión, sintoniza un canal de cocina donde una señora entrada en años y carnes prepara lo que parece una sopa de verduras. A Itzan no le gusta la sopa. De hecho, tiene un lema siempre que alguien le pregunta el por qué. La sopa, para los moribundos. Cambia de canal. Va pasando uno tras otro. Como no encuentra nada interesante, accede al contenido inteligente del televisor y se mete en Youtube. En la barra de buscador introduce el siguiente texto: «Magic World Championship Final: Karsten vs Mori». No es la primera vez que visualiza esa final en concreto, pero, entre todos los torneos de Magic que ha visto a lo largo de los años, ése es, sin duda, el enfrentamiento que más ha disfrutado. Se deleita con el domino del juego de ambos contendientes mientras devora el emparedado y se bebe el segundo refresco. Una vez ha terminado, apaga el televisor, tira la lata vacía a la papelera y se sacude las migas en la fregadera. Piensa en qué hacer a continuación. Está despejado y no le apetece volver a la cama. Decide salir a dar un paseo. Se mete en unos pantalones de chándal gris y se viste con una sudadera negra con el logotipo de la nave comercial Nostromo estampado en letras doradas. Siempre ha sido muy fan de la saga de películas. Antes de salir, se calza unas deportivas sin marca y desciende las escaleras intentando hacer el menor ruido posible, por deferencia con los vecinos.
Ya en la calle, el viento lo azota con indiferencia. Es gélido a esa hora de la madrugada. Itzan piensa en subir a por una chaqueta, pero desiste en cuestión de segundos. Las calles, pavimentadas con precisión matemática, lucen desiertas. Es una población pequeña, de apenas quince mil habitantes y, encima, es la madrugada del martes al miércoles, día laboral. El grueso de la población debe estar dormida o, al menos, encerrada en sus casas. Lo más probable es que no se cruce con nadie, pero, si lo hiciera, sería con trabajadores de noche o con insomnes en busca del agotamiento que los lleve al sueño. Sin un rumbo fijo, Itzan inicia la caminata, adentrándose en el casco vieja de la urbe. Las calles se estrechan de repente y las casas, todas pintadas de blanco, se apiñan unas contra otras en un caos cargado de romanticismo y belleza. Algunas ventanas tienes las luces encendidas. En un balcón, a lo lejos, Itzan aprecia la figura de lo que parece un hombre fumando. Está lejos y la noche, a pesar del manto de estrellas, es más bien oscura.
Con el movimiento, el escritor ya no siente con la misma intensidad el azote del frío viento, que juguetea a su antojo por entre los callejones. El silencio que lo rodea le hace sentir bien, calmado. No hay coches circulando por las calles y, en efecto, él es el único transeúnte. Muy a lo lejos, apenas un murmullo, se escucha el llanto de un bebé, posiblemente hambriento.
Itzan sigue adelante. Sube una cuesta, cruza una calle, se adentra entre callejones zigzagueantes hasta llegar a una pequeña plazoleta situada entre hileras de casas. Allí, bajo una higuera de gran tamaño, un banco de cemento sin respaldo. Parece un buen lugar para descansar las piernas, cansadas por el repentino esfuerzo de ascender empinadas cuestas.
Toma asiento y disfruta del momento de paz. Los pulmones le agradecen el cambio de registro, el oxígeno limpio. Bajo el olivo, desde su posición, el firmamento nocturno parece apenas un bosquejo de acuarela. De las chimeneas de las casas colindantes ascienden remolinos de humo blanquecino.
–¿Te apetece un cigarrillo?
Una voz de mujer, sobre su cabeza. Itzan alza la vista, fija los ojos en la figura asomada al balcón de uno de los edificios. Es una anciana delgada como un junco, muy muy arrugada, pero, sorprendentemente, al observarla de cerca, el escritor siente una gran fuerza irradiando de ella, como un aura invisible que surgiese del interior de la mujer.
–Claro, ¿por qué no? –responde sin pensarlo demasiado.
Itzan solo fuma en ocasiones especiales. Pero ser invitado a un cigarrillo en mitad de la madrugada bajo las ramas de un olivo es, sin duda, una ocasión especial.
–En ese caso, dame un minuto. Ahora mismo estoy contigo –dice la señora, desapareciendo del balcón.
Itzan queda de nuevo solo, en espera de aquella extraña anciana. La luna todavía preside el firmamento, luciendo incluso más hermosa que antes.
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