El autobús de medianoche.
Lo sé, dije que no me gustaba escribir relatos. Lo mantengo. Es la verdad. En realidad lo detesto. Así que no me preguntéis por qué lo hago, pues no tengo ni idea. Sin embargo, ahí está. Lo he vuelto a hacer. Esta vez mi cabeza y mi pluma han ideado, al unísono, un relato muy extraño. Lo calificaría de surrealista, aunque dudo que cumpla con los requisitos necesarios. Por eso prefiero dejarlo en raro.
Espero que, si lo leéis (como habéis hecho con el otro pese a la ausencia de comentarios en el blog), disfrutéis de su magia. Es más largo que el anterior, aviso.
Un abrazo, blogonautas (¡toma neologismo!).
El autobús de medianoche.
Son las doce en punto de la noche. La ciudad está sumida en una calma tensa. El aire huele a humedad: el oscuro cielo descuajado de estrellas barrunta tormenta. Algunos gatos callejeros se acurrucan al cobijo de balcones, porches y, los menos afortunados, bajo los bancos de plazas y avenidas. De vez en vez, un destello dorado electrifica el cielo, rasgándolo de arriba abajo. Los pocos hombres y mujeres con la valentía necesaria para desafiar a la tormenta pasan a cámara rápida por los ojos de nuestra joven protagonista, convertidos en demonios, en sombras danzantes, cuyos ojos, al menos ésa es su impresión, son rubíes tan rojos como la sangre. Edificios altos, chatos, viejos, nuevos, con preciosas balconadas y picudos salientes, sin ellos, de este siglo, del anterior; van sucediéndose como una desordenada procesión de fichas de dominó. La joven, de una belleza pura, artística, con unas veinte primaveras a la espalda, observa este espectáculo nocturno a través de la ventana del autobús. Su expresión es indiferente, aburrida. Ella forma parte de ese mundo, de aquella ciudad misteriosa. Nada de lo que en ella ocurre o pueda ocurrir le sorprende.
El transporte gira a la izquierda, introduciéndose en una avenida bien iluminada por hileras de farolas. Son de estilo clásico; parecen candiles extraídos de un serial televisivo de época. Si nuestra protagonista no conociera la bombilla y las propiedades del tungsteno, fácilmente hubiera podido creer que en aquellas cajetillas acristaladas arden fuegos carmesíes. Quizá lo hagan. Las farolas tiñen las aceras de ámbar a intervalos de tres metros. Bajo sus focos de luz se cruzan extrañas formas, fantasmas de la ciudad. Son atraídos por el brillo de las farolas, pero, temerosos de ser descubiertos, desaparecen con rapidez un instante después, volviendo a su mundo, lejos de la curiosidad humana. Son seres que habitan en la oscuridad, sin forma, nombre ni voz. Espíritus olvidados, en definitiva. El autobús prosigue su camino, traqueteando, solventando con moderado éxito los adoquines y baches de la calzada. En una ventana a medio abrir, vuelan las cortinas, dos brazos de tela desafiando a la penumbra, a las tinieblas. Una llovizna fina de perlas transparentes irrumpe en la escena, incomodando a nuestra protagonista, quien se incorpora un poco y aguza la vista; en apenas un minuto, la lluvia es mucho más intensa y opaca los cristales, impidiendo la contemplación del exterior.
Alguien carraspea, a su espalda. La joven se vuelve, interesada. Si no puede observar la ciudad, al menos se entretendrá analizando a los demás pasajeros. La irritación de garganta pertenece a un hombre en edad avanzada. Va embutido en un uniforme militar color caqui. Está calvo como una manzana, sin embargo, quizá rebelándose ante su incapacidad para mantener los cabellos de la azotea en su sitio, luce una barba larguísima y pálida como la niebla de los amaneceres. Le llega hasta la mitad del pecho. Como seña de identidad, toque personal o incongruencia premeditada, el tipo porta una chapa con el símbolo de la paz en la solapa de la americana. En voz muy baja, recita una vieja canción de los Beach Boys. Concretamente, Love you. Nuestra protagonista conoce la melodía gracias a su abuelo, ferviente seguidor del grupo. Curiosa elección para una noche de lluvia, se dice.
Vuelve a desviar la mirada, hallando en la última hilera de sillas a otro hombre. Un maniquí surgido del bisturí social: traje negro, pulcro corte de pelo y maletín de piel. Un banquero, un abogado o, tal vez, un agente de seguros. Ha conocido a algunos de ellos a lo largo de los años. Serían capaces de vender a su madre por dos óbolos de plata. Paseíto en barca aparte, señorita.
A su izquierda, en la hilera de asientos opuesta, localiza a una señora gorda. Viste un elegante conjunto de falda y chaqueta de color azul claro, celeste, como añadirían los más puristas. Hay gente de ese tipo. Hombres y, en especial, mujeres, que son capaces de diferenciar numerosos tipos de azul. Infinitos tonos de azul. También de rojo o de amarillo, por supuesto. No es el caso de nuestra preciosa protagonista, quien sólo distingue el abanico de tonalidades surgidas de un no demasiado puntilloso análisis de ese fenómeno natural llamado arcoíris. El rasgo distintivo de la señora gorda es un bote de cristal. Lo sujeta con sumo cuidado entre las manos. Es un recipiente común, habitual en la sección de conservas de un supermercado. Sobra decir que no contiene garbanzos o lentejas en su interior. Bajo la atenta mirada de la mujer gorda aletea una mariposa muy particular: tiene el tronco estriado a rayas naranjas y negras, al igual que las alas, de una coloración semejante. No obstante, lo más llamativo de aquel insecto es una especie de calavera pintada justo debajo de su cabeza. La señora no para de admirarla, incluso le susurra algunas palabras que nuestra protagonista no logra escuchar. En el exterior, la ciudad parece haber sido esmerilada por algún arquitecto climatológico. Es un cuadro de acuarela, un brote sicótico del mejor Van Gogh. Nuestra joven protagonista es incapaz de apreciar forma alguna tras el cristal. Todo es confuso. La nitidez de los edificios, de las sombras humanas, se ha difuminado con las gotas de lluvia. Casi podría decirse que la ciudad ha desaparecido. El pensamiento estremece a nuestra protagonista, quien, para espantar los malos augurios, busca al último de los pasajeros del autobús.
En una zona intermedia localiza un nuevo hombre entrado en años; aunque, a diferencia del primero, el porte de éste es muy diferente. Distinguido, es la palabra que acude a la mente de nuestra protagonista. Chaleco, corbatín y monóculo. Un bibliotecario, quizá un conde. O un barón. ¿Cómo diferenciarlos? Nuestra protagonista se lo ha preguntado alguna vez: jamás ha encontrado una respuesta convincente. Un gato negro duerme en su regazo, acurrucado. Tiene el pelaje espeso, liso. El hombre con apariencia de aristócrata lo acaricia, distraído. La joven trata de leerle los labios, destejidos aunque silenciosos:
«Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme rey de un espacio infinito».
Tal es la frase que logra discernir del aparentemente aleatorio movimiento de labios. No sabe dónde, pero nuestra protagonista está convencida de que no es la primera vez que escucha esas palabras. Exactas, una tras otra. Intenta concentrarse, buscar entre sus recuerdos, pero es incapaz de acordarse. Rendida, se arrellana en su butaca, apoyando la cabeza contra la cristalera. Descubre, con gozo, que la lluvia ha cesado. Limpia la ventana cubierta de vaho y achina los ojos. Fuera, aprecia una boca abierta en la negrura. Cien metros la separan del autobús. Es un túnel. Un túnel que jamás ha cruzado y que, juraría, no estaba allí esa misma mañana. Segundos después, el autobús se introduce en él.
Lo último que nuestra protagonista ve es una luz cegadora, deslumbrante. Luego, la nada. El olvido.
Espero que, si lo leéis (como habéis hecho con el otro pese a la ausencia de comentarios en el blog), disfrutéis de su magia. Es más largo que el anterior, aviso.
Un abrazo, blogonautas (¡toma neologismo!).
El autobús de medianoche.
Son las doce en punto de la noche. La ciudad está sumida en una calma tensa. El aire huele a humedad: el oscuro cielo descuajado de estrellas barrunta tormenta. Algunos gatos callejeros se acurrucan al cobijo de balcones, porches y, los menos afortunados, bajo los bancos de plazas y avenidas. De vez en vez, un destello dorado electrifica el cielo, rasgándolo de arriba abajo. Los pocos hombres y mujeres con la valentía necesaria para desafiar a la tormenta pasan a cámara rápida por los ojos de nuestra joven protagonista, convertidos en demonios, en sombras danzantes, cuyos ojos, al menos ésa es su impresión, son rubíes tan rojos como la sangre. Edificios altos, chatos, viejos, nuevos, con preciosas balconadas y picudos salientes, sin ellos, de este siglo, del anterior; van sucediéndose como una desordenada procesión de fichas de dominó. La joven, de una belleza pura, artística, con unas veinte primaveras a la espalda, observa este espectáculo nocturno a través de la ventana del autobús. Su expresión es indiferente, aburrida. Ella forma parte de ese mundo, de aquella ciudad misteriosa. Nada de lo que en ella ocurre o pueda ocurrir le sorprende.
El transporte gira a la izquierda, introduciéndose en una avenida bien iluminada por hileras de farolas. Son de estilo clásico; parecen candiles extraídos de un serial televisivo de época. Si nuestra protagonista no conociera la bombilla y las propiedades del tungsteno, fácilmente hubiera podido creer que en aquellas cajetillas acristaladas arden fuegos carmesíes. Quizá lo hagan. Las farolas tiñen las aceras de ámbar a intervalos de tres metros. Bajo sus focos de luz se cruzan extrañas formas, fantasmas de la ciudad. Son atraídos por el brillo de las farolas, pero, temerosos de ser descubiertos, desaparecen con rapidez un instante después, volviendo a su mundo, lejos de la curiosidad humana. Son seres que habitan en la oscuridad, sin forma, nombre ni voz. Espíritus olvidados, en definitiva. El autobús prosigue su camino, traqueteando, solventando con moderado éxito los adoquines y baches de la calzada. En una ventana a medio abrir, vuelan las cortinas, dos brazos de tela desafiando a la penumbra, a las tinieblas. Una llovizna fina de perlas transparentes irrumpe en la escena, incomodando a nuestra protagonista, quien se incorpora un poco y aguza la vista; en apenas un minuto, la lluvia es mucho más intensa y opaca los cristales, impidiendo la contemplación del exterior.
Alguien carraspea, a su espalda. La joven se vuelve, interesada. Si no puede observar la ciudad, al menos se entretendrá analizando a los demás pasajeros. La irritación de garganta pertenece a un hombre en edad avanzada. Va embutido en un uniforme militar color caqui. Está calvo como una manzana, sin embargo, quizá rebelándose ante su incapacidad para mantener los cabellos de la azotea en su sitio, luce una barba larguísima y pálida como la niebla de los amaneceres. Le llega hasta la mitad del pecho. Como seña de identidad, toque personal o incongruencia premeditada, el tipo porta una chapa con el símbolo de la paz en la solapa de la americana. En voz muy baja, recita una vieja canción de los Beach Boys. Concretamente, Love you. Nuestra protagonista conoce la melodía gracias a su abuelo, ferviente seguidor del grupo. Curiosa elección para una noche de lluvia, se dice.
Vuelve a desviar la mirada, hallando en la última hilera de sillas a otro hombre. Un maniquí surgido del bisturí social: traje negro, pulcro corte de pelo y maletín de piel. Un banquero, un abogado o, tal vez, un agente de seguros. Ha conocido a algunos de ellos a lo largo de los años. Serían capaces de vender a su madre por dos óbolos de plata. Paseíto en barca aparte, señorita.
A su izquierda, en la hilera de asientos opuesta, localiza a una señora gorda. Viste un elegante conjunto de falda y chaqueta de color azul claro, celeste, como añadirían los más puristas. Hay gente de ese tipo. Hombres y, en especial, mujeres, que son capaces de diferenciar numerosos tipos de azul. Infinitos tonos de azul. También de rojo o de amarillo, por supuesto. No es el caso de nuestra preciosa protagonista, quien sólo distingue el abanico de tonalidades surgidas de un no demasiado puntilloso análisis de ese fenómeno natural llamado arcoíris. El rasgo distintivo de la señora gorda es un bote de cristal. Lo sujeta con sumo cuidado entre las manos. Es un recipiente común, habitual en la sección de conservas de un supermercado. Sobra decir que no contiene garbanzos o lentejas en su interior. Bajo la atenta mirada de la mujer gorda aletea una mariposa muy particular: tiene el tronco estriado a rayas naranjas y negras, al igual que las alas, de una coloración semejante. No obstante, lo más llamativo de aquel insecto es una especie de calavera pintada justo debajo de su cabeza. La señora no para de admirarla, incluso le susurra algunas palabras que nuestra protagonista no logra escuchar. En el exterior, la ciudad parece haber sido esmerilada por algún arquitecto climatológico. Es un cuadro de acuarela, un brote sicótico del mejor Van Gogh. Nuestra joven protagonista es incapaz de apreciar forma alguna tras el cristal. Todo es confuso. La nitidez de los edificios, de las sombras humanas, se ha difuminado con las gotas de lluvia. Casi podría decirse que la ciudad ha desaparecido. El pensamiento estremece a nuestra protagonista, quien, para espantar los malos augurios, busca al último de los pasajeros del autobús.
En una zona intermedia localiza un nuevo hombre entrado en años; aunque, a diferencia del primero, el porte de éste es muy diferente. Distinguido, es la palabra que acude a la mente de nuestra protagonista. Chaleco, corbatín y monóculo. Un bibliotecario, quizá un conde. O un barón. ¿Cómo diferenciarlos? Nuestra protagonista se lo ha preguntado alguna vez: jamás ha encontrado una respuesta convincente. Un gato negro duerme en su regazo, acurrucado. Tiene el pelaje espeso, liso. El hombre con apariencia de aristócrata lo acaricia, distraído. La joven trata de leerle los labios, destejidos aunque silenciosos:
«Podría estar encerrado en una cáscara de nuez y sentirme rey de un espacio infinito».
Tal es la frase que logra discernir del aparentemente aleatorio movimiento de labios. No sabe dónde, pero nuestra protagonista está convencida de que no es la primera vez que escucha esas palabras. Exactas, una tras otra. Intenta concentrarse, buscar entre sus recuerdos, pero es incapaz de acordarse. Rendida, se arrellana en su butaca, apoyando la cabeza contra la cristalera. Descubre, con gozo, que la lluvia ha cesado. Limpia la ventana cubierta de vaho y achina los ojos. Fuera, aprecia una boca abierta en la negrura. Cien metros la separan del autobús. Es un túnel. Un túnel que jamás ha cruzado y que, juraría, no estaba allí esa misma mañana. Segundos después, el autobús se introduce en él.
Lo último que nuestra protagonista ve es una luz cegadora, deslumbrante. Luego, la nada. El olvido.
Vale, entiendo lo que le pasa. No así la frase. No podría juzgar el cuento sin saber la frase. Vamos, que no lo he entendido.
ResponderEliminarNo hace falta que te diga que está muy bien escrito, aunque en algunas frases veo demasiados adjetivos. Las descripciones de los pobres del autobús me han gustado mucho.
Pero... ¡¿qué diablos tiene que ver la frase con la muerte?!
El relato pierde toda estructura sin eso. Pero es problema mío, no logro cogerlo :(
Un abrazo y me quedo a la espera de una explicación (plis) para darte mi valoración.
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«Los pocos hombres y mujeres con la valentía necesaria para desafiar a la tormenta»
Fíjate, entre dos palabras hay doble espacio. Por otro lado, creo que es "desafiar la tormenta".
«En voz muy baja, parece recitar una vieja canción de los Beach Boys. Concretamente, Love you.»
Si sabe qué canción es en concreto, no puede "parecerle". ES una canción de los Beach Boys. Eliminaría el "Parece".
«Sobra decir que no contiene garbanzos o lentejas en su interior.»
¿Qué tal "huelga decir"?^^
Ya lo hemos hablado por messenger, así que poco debo añadir. Gracias por los apuntes. Siempre se escapa algo.
ResponderEliminarUn placer, siempre, tenerte por aquí ;)